La pelota está rodando en la superficie de tierra y piedrecilla. El formato del partido es siete contra siete y se juega el primer tiempo. No todos tienen zapatos, incluso algunos de los niños juegan con sandalias, pero da igual, se conforman con tener petos o chalecos de colores para distinguir los equipos y algo que patear. Arengas de por medio, un par de instrucciones entre ellos y a la cancha. El sol se siente fuerte en la espalda. Algo ocurre. Se escuchan gritos, “¡Baba Yao, Baba Yao!”. La pelota se detiene y el cronómetro también. Todos quieren abrazarlo a él. Algunos esperan cinco minutos para contarle qué calificación habían sacado la semana pasada en el colegio, mientras que otros solo se contentan con su mirada. Tras 20 minutos de cariño, el partido continúa. El tiempo es oro en La Cancha de Austin.
Hace unos minutos pasó al almacén de la esquina y compró un pedazo de carne roja, vegetales y ugali -maíz típico de la zona- para cocinar en su casa. Come solo. Antes de acostarse, decide salir. Tiene que hacer vigilancia en la cancha y aprovecha de conversar con los homeless que la cuidan. No les paga, pero a cambio los deja dormir ahí con el compromiso que a primera hora tengan la cancha sin basura y desocupada. Los niños son la prioridad y ese es su espacio. No hay más reglas. Luego del recorrido, vuelve a su casa y sintoniza el National Geographic para ver un documental sobre animales. Pero le cuesta concentrarse, porque al día siguiente debe continuar con la capacitación y formación de los monitores deportivos que realizan las clases de la Fundación Fútbol Más en la cancha. Piensa algo motivador que los pueda conmover con este proyecto. En su cama y acostado, la cabeza de Baba Yao sigue funcionando.
La nostalgia es fuerte algunos días. En plena adolescencia se quedó solo. Su madre, padre y tres hermanos partieron para siempre en 1998. Pero la vida le tenía una revancha. De eso se trata esto. Se puso de pie y la enfrentó. Y ese partido, lo tenía que ganar. La adversidad era inmensa, pero algo lo protegió. Quizás en ese minuto sintió el cuidado de quienes lo miran desde arriba. Jamás se ha sentido solo, porque sabe que lo acompañan, que están ahí, en algún lugar. Los recuerda con cariño.
Más de medio millón de personas viven en Mathare –el asentamiento informal más grande de Nairobi, capital de Kenia-. Un amigo del barrio lo vio en la calle y le dijo que en su casa había un espacio para que se instalara con su colchón y su bolso de fútbol. Eso sí, tenían que compartir el baño con 20 casas más. No lo dudó. Jugaba al arco y era titular en la segunda división del país. Todavía mantiene ese aspecto robusto de los arqueros: buena altura y manos grandes. Estuvo a punto de llegar a la selección keniata pero una lesión en la rodilla le impidió seguir bajo los tres palos. El club no tenía recursos para pagar la operación. Colgó los guantes.
Pero Baba Yao no se rinde. Todavía tenía energía para salir adelante. Una motivación lo hacía despertarse todos los días. Y empezó de a poco. Le pidió al club que le regalara los balones que estaban deteriorados, los quería para llevárselos a los niños y niñas de su comunidad y que pudieran jugar. Por otra parte, pidió ayuda a unos amigos para mover y limpiar la ruma de basura de dos metros de alto que no permitía ver el otro lado de la calle. Con un par de palas y sin ninguna máquina que ayudase. Era una misión difícil, pero no imposible. Luego de un año, sí, un año, el basural se transformó en una pequeña cancha de tierra. Novedad en el barrio. ¡Por fin, había una cancha!
El taller de fútbol para niños menores de 12 años era una realidad. Compitió a nivel local. Incluso, alcanzó a dar la vuelta y levantó dos veces la copa con la categoría de niñas en la liga femenil. Pero no solo quería que se divirtieran, sino que pudiesen educarse. Si sabes jugar fútbol, puedes optar a una beca para estudiar en la secundaria. A la fecha, más de 1.200 niños y niñas que jugaron en La Cancha de Austin han terminado sus estudios escolares. Otros siguieron y sacaron títulos universitarios. Ellos no se olvidan. Baba Yao tampoco.
Seis de la mañana y suena el despertador. Hay que ir a la oficina de la Fundación Fútbol Más en Kenia. Sabe que el azúcar hace mal, pero para Austin el café queda más rico con harto dulce. Mira la despensa para sacar un pedazo de pan. No le coloca nada. Amarra sus dreadlocks y sale a la calle. Decenas de niños que se le cuelgan al cuello. La misma escena todos los días. A sus 44 años, Austin Ajowi, sigue haciendo lo que más le gusta y le apasiona. Lo que hizo revolucionar un pueblo. Lo que puede inspirar un guión de película. Lo que lo lleva a conectarse con esos niños, que son su familia. Se ve reflejado en ellos y está dispuesto a todo. La gente lo nota. La gente lo quiere. Por eso que todos quieren despertarse e ir al lugar que los hace felices. Al lugar que le enseña valores y habilidades para la vida. Por eso todos le dicen Baba Yao, que significa “el padre de todos”. Por eso que todos quieren estar en ese lugar mágico. Todos vibran y sueñan con estar ahí. Todos quieren jugar en La Cancha de Austin.